domingo, 18 de marzo de 2012

RELIGIÓN Y ESCUELA INCLUSIVA (I)

LA ESCUELA PÚBLICA,  ¿TOLERANTE O INCLUSIVA? LA PERSPECTIVA DE LAS MINORÍAS RELIGIOSAS
INTRODUCCIÓN: CONEXIÓN CON LA ENTRADA ANTERIOR.
Preámbulo de cariz personal
            No quiero inundar mi blog con reflexiones acerca de la escuela pública andaluza y española y las creencias íntimas religiosas del alumno, el profesor y las familias. Primero, porque cuando lo creé no era esa mi intención. Más que manojitos de mirra, estos escritos irían tomando un cariz cada vez más reivindicativo, y asimismo una extensión tal, que sería más propia de un artículo periodístico o pequeño ensayo, o diario de pensamientos, que de un blog que tendía, en principio, más hacia lo artístico (hacia un arte modesto aunque sincero). En segundo lugar, porque no tendría fin, no al menos, en mí, en mis pensamientos, y me tendría “ardiendo” en mi fuero interno muchas semanas mientras que muy poco en el de posibles lectores (de todos modos, también el amor es fuego, pero las combustiones internas desgastan mucho). Y si para algo estudio psicología es, entre otras cosas, para ser emocionalmente inteligente. Y, en tercer lugar, porque los frutos de la plasmación de estas reflexiones serían, o nulos, o contradictorios. ¿Tal vez para señalarme a mí como raro, o polémico? No lo sé. Y porque es una lucha al ralentí, y si alguna vez cae la breva será tarde y mal, como siempre en este país para estos temas. Lo que yo observo ahora es igual o peor que hace 20 años, cuando yo era alumno de 2º de BUP. Ya lo he comentado en la reflexión anterior. Por otro lado, me centro, claro, en la relación religión-escuela, pero no hay que ser muy avispado para darse cuenta de que lo que yo opino en el contexto escolar también lo opino para toda institución pública. Aunque, por lo que a mí respecta, el palillo que a mí me toca tocar, si me permiten la redundancia conceptista, es el de la educación.
            Sin embargo, al menos sí dejaré aquí este segundo llamémoslo artículo, o reflexión personal, que fragmentaré en tres entradas de blog; al fin y al cabo, soy cristiano evangélico, he sido alumno de la escuela pública como tal, y ahora trabajo para ella como tal; también soy educador vocacional (siempre, desde que tenía 14 años, he querido ser Profesor de Lengua y Literatura de Secundaria, y de un Instituto Público); por último, soy español y ciudadano de pleno derecho de este país, y por tanto, como al resto de mis compatriotas, este tema me concierne.
            Cuando trabajo, no me destaco como cristiano evangélico, faltaría más. Tampoco le pregunto a mis alumnos cuáles son sus creencias religiosas, o la de sus padres, aunque por supuesto ya sé que el 90% de ellos son de cultura o nominalmente católicos, y que de este porcentaje una gran mayoría vive las tradiciones de raigambre católica de sus localidades con una normalidad que les lleva a pensar que todos son o deben ser así. Por supuesto, también de ese porcentaje, aunque algo menos, tenemos alumnos y familias cuya fe católica va más allá de las exteriorizaciones festivas o meramente culturales, y se fundamenta en un verdadero interés moral y religioso por el cristianismo católico romano. Para todos, vaya mi respeto (y va, y no sólo de palabra).
            Cuando entro en el aula, y me pongo a trabajar con mis alumnos, yo soy un profesor que debe cumplir con su trabajo, y que quiere hacerlo con vocación e ilusión, que nunca he perdido desde que empecé. Sé cuál es la responsabilidad que tengo entre manos, cuál es la confianza que padres y alumnos depositan en mí, y sé, no sólo cuál es mi temario y los contenidos de Lengua y Literatura que debo trabajar, sino además los valores que tengo que fomentar, como el respeto, la democracia, la cultura de paz, la corresponsabilidad, etc. Y contemplo, incluso en los malos días, cada jornada un milagro, el milagro de enseñar y de aprender junto a un grupo de entre 18  y 38 personas (yo trabajo con personas). La mayoría de mis alumnos no sabe cuáles son mis convicciones en sentido religioso y político, como yo siempre he pensado que debía ser. De hecho, creo que no lo sabe ninguno de ellos.
            Tampoco es que me oculte. Si me preguntan, respondo. Lo hago con naturalidad. Ni con vergüenza ni con orgullo. Soy parte de la comunidad educativa, ahora mismo soy parte del IES Torre del Rey, y soy parte yo, tal como soy, en el contexto de que yo sí soy un profesional de la enseñanza y como tal he de comportarme. Puedo poner sobre la mesa (claro que sí), mi punto de vista, como otros tantos también hacen. Si una alumna de ESO  tiene que escuchar las risas de una profesora cuando afirma que Jesús nació de la Virgen María siendo ella virgen, sólo porque tal compañera no se cree esa historia, ¿por qué no podrá escucharme a mí mi opinión, especialmente si se me pide? Ahora bien, he dicho poner, no imponer. E incluso voy más allá: ellos son adolescentes, yo soy adulto y además probablemente un referente o modelo (positivo o negativo), no es justo un debate de igual a igual, lo sé. Incluso al opinar, en la escuela, lo debo hacer proporcional y responsablemente, porque mi objetivo es formar, dentro de mis posibilidades, al alumno, que aún no tiene del todo definida su personalidad. Cuando yo era alumno, también discutía con mis profesores, si ellos me lo permitían. Casi siempre me mostraron gran respeto. Me dejaban exponer, me replicaban pero moderando sus opiniones, no me hacían sentir mal. Fueron buenos profesionales. También los conocí malos a este respecto, pero fueron pocos y eran malos también en otros aspectos de su docencia.

Julia en la Onda

            Políticamente, me defino en mi perfil de Facebook de izquierdas sin radicalismos. Precisamente por eso, y sin dejar de serlo, escucho habitualmente Onda Cero. Es una paradoja, lo sé; pude escapar de la SER, que acabó saturándome de muchas cosas, como de determinadas teorías de vida que no comparto, y de la adscripción de esa cadena progresista a tradiciones que, en mi opinión, no pegan nada con las mencionadas “teorías”, especialmente cómo se arrima a la Iglesia Católica en cuestiones superficiales, y no tan superficiales, cuando le interesa, o su fomento de los toros.
            Las opiniones de esta otra cadena marcadamente de derechas, Onda Cero, no hacen mella en las mías. Sobre todo, me refiero a Herrera en la Onda y La Brújula; más bien las reafirman. Al menos, en ellos los comentarios y actitudes que escuchaba en la SER sí me parecen coherentes,  y me hacen pensar en lo que yo realmente creo. Sin embargo, Julia en la Onda está en otra (onda). De hecho, en alguna ocasión me han hecho revolverme por lo contrario de los programas anteriores. Me suele gustar, depende del día. Cada vez me gusta más.
            Voy a aprovechar dos comentarios, en dos emisiones de este programa de esta semana que acaba (o que acabó ayer, según se mire; el domingo es realmente el primer día, y no el último), para conectar o afianzar lo que expuse en la anterior entrada sobre Educación y Religión, y además para introducir en la siguiente, que ya va al grano sobre la Escuela Inclusiva.
            Creo que a mitad de semana (¿el miércoles?) dieron la noticia de que en la Comunidad Valenciana habían detenido a una serie de personas que, ilegalmente, organizaban peleas de gallo. Se recordó que las peleas de gallos son ilegales en nuestro país, excepto en dos comunidades: Canarias y… ¡Andalucía! Eso sí, con “garantías”, como, por ejemplo, que quedan prohibidas las apuestas y que se exige la presencia de un veterinario que acaba por no hacer nada porque, por lo general, uno o ambos gallos acaban muertos. ¿Y por qué es legal en estas dos comunidades? Porque se considera una tradición cultural.
Di un salto de la cama (es una hipérbole, hablo en metáfora, no di ningún salto). Digo, di un salto de la cama. ¡Qué casualidad, hombre, la frasecita-excusa de nuevo, de la que yo hablaba en mi entrada de blog! ¡Qué poco me gusta la palabra “tradición”, y eso que yo soy muy de formalidades y me encanta conocer el mundo antiguo (y más cuanto más antiguo)! Es una palabra muy tramposa, porque consigue lo contrario de lo que en principio pudiéramos entender que pretende. La tradición se presenta como un valor positivo, como conservadora de parte de la esencia de la cultura de los pueblos, pero acaba por preservar formalismos que dificultan o impiden la reflexión acerca del por qué, entre otras cosas, acaba defendiendo el envoltorio y va perdiendo poco a poco el contenido y el sentido. Yo no tiro contra todas las tradiciones. Ni digo, como otros, que impiden el progreso. No lo creo. Sólo digo que, cuando se erigen como el valor máximo, por encima de la libertad individual, la inteligencia, el pensamiento, o la escucha del corazón, se transforman en una excusa, en un pitido ensordecedor. Como argumento para defender la persistencia de una costumbre, la tradición no es más que una falacia, prima hermana del “porque sí” y del “porque lo digo yo”. Y esto es una pena, y muy especialmente en materia religiosa, en la sustancia de lo íntimo. Yo no quiero que te conviertas a mi religión. Como educador, como persona, lo que me escandaliza es que hagas cosas por inercia. Que el único motivo sea la tradición. La tradición está muy bien después, no antes. “Yo creo en Dios, y soy católico-romano convencido, y además, y por lo tanto, sigo estas tradiciones” me parece muy correcto y muy coherente (no hablo como cristiano, pues como tal me gustaría entonces debatir contigo con tranquilidad acerca del cristianismo; digo esto como persona que desea ahora manifestarse neutra). “Yo sigo tal tradición y la mantengo, a pesar de que no creo en Dios, o a pesar de que no me planteo el tema” chirría en cualquier oído mental medianamente abierto. Recuerdo, hace muchos años (yo hacía el COU, y se acercaba Selectividad) que dos compañeros de clase empezaron a trabar cierta amistad conmigo. Los dos eran amigos entre sí porque compartían una filosofía de vida: les encantaba el mundo cofrade. Sus carpetas estaban llenas de estampas de Vírgenes y Cristos (¡qué mal me suenan estos sustantivos en plural!), y dedicaban parte del día a visitar iglesias. Discutían acerca de pasos, …, en fin, lo que se conoce en Sevilla como “capillitas” (lo digo con cariño, y no despectivamente; me gusta respetar, quiero que me respeten). Una vez les pregunté: “Pero vosotros, ¿creéis en la Virgen, y cada talla es representación de la misma, o tenéis fe en la Virgen de Tal o Cuál y para vosotros son distintas?” Uno me respondió que, aunque a él le podía gustar más una talla que otra, o se sentía más afín a una Hermandad que a otra, en última instancia todas eran la representación de la Virgen María, y en ella creía. El otro afirmó rotundamente que él hacía distinción a todos los niveles: una era la Esperanza Macarena y la otra era la Esperanza de Triana, y nada tenían que ver una con otra. Se reafirmó varias veces en ello, por más que el otro le mirase con perplejidad. ¿Qué importa si se trata de un imposible teológico? Lo importante es la talla, no lo que representa; el significante literal, no el significante junto al significado. He ahí el efecto de la Contrarreforma en plenos años 90 del siglo XX, que golpeó desde sus inicios no sólo a protestantes (a las ideas protestantes y a las personas), sino a la misma fe católica cuando se intentaba poner en marcha en serio. No dio sólo a luteranos, también a erasmistas (¡ahora, tras siglos, empieza la institución católica a sacar valores erasmistas! Con relativo éxito, por cierto, es difícil luchar contra tu propia máquina). Estuvieron a punto de poner Biblias (¡otro plural molesto!) en manos del pueblo, de incentivar la sinceridad de un tema que, al final, es personal, y acabaron creando un ingenio espectacular para mantener al pueblo en unas creencias, con muy poca confianza en la capacidad del ser humano para elegir sabiamente. El proyecto de Arias Montano y otros (catolicísimos romanísmos) al traste… ¡Y pensar que Carlos I (o V) estuvo a un tris de dar la Biblia al pueblo! Pero la Biblia a los ojos de todos, casi siempre ha estado prohibida, luego censurada, y ahora cuesta apoyarse en ella.
Miguel de Cervantes, católico y erasmista, criticó en Rinconete y Cortadillo la falsedad de la apariencia religiosa. Aquí sí que fue barroco nuestro querido manco. Nos presenta el patio de Monipodio, delito tras delito, degradación moral tras degradación moral, y luego a estos mismos delincuentes que se esfuerzan por poner velitas a santos, manifestando una religiosidad llevada hasta las últimas consecuencias y tomada muy en serio por los del patio. ¡Qué antítesis, qué horror, qué sinsentido! Pero le creemos. Los cárteles mejicanos rezan a la Santa Muerte, muchos matan en nombre de Dios, con Dios en los labios, y se creen respetables y moralmente correctos, como la mafia. Pues ese es el lado oscuro de la palabra “tradición” y su enorme poder cuando se usa como argumento. ¿La queremos en la escuela?
Me reitero: no tiro contra la tradición, en general. Es un valor a posteriori, como el valor artístico de los monumentos. Así, ¡qué bien en los colegios y centros de enseñanza! Pero al revés es una incoherencia de gran magnitud. Cuando aparece como causa, y no como como efecto, es terrible. Ese “Como es tradición, …” no se puede consentir en una sociedad democrática, avanzada y culta como pretendemos ser. Y este comentario no debe tomarse como contraargumento hacia ninguna religión, creencia o ideología. Eso no es lo que digo. Al contrario, está en la base del cristianismo. Acuérdate de Jesús enfrentado a los fariseos, llamándolos hipócritas, aferrados a las tradiciones pero descuidando las necesidades espirituales y sociales del pueblo. Acuérdate de que los primeros cristianos renunciaron a tradiciones muy, muy arraigadas en su cultura greco-romana, y que sufrieron persecución por ello.
Una de las colaboradoras de JELO (Julia en la Onda) puso fin a la noticia que comentaban acerca de las peleas de gallos. Dijo algo así como: “Aquí, con la tradición, se puede llegar a admitir cualquier cosa”. No puedo estar más de acuerdo. Pero no sólo el maltrato animal. También las opciones de las personas. Por desgracia, también la libertad de pensamiento, también una verdadera escuela pública inclusiva en serio, y no de boquilla.
El viernes 16 de marzo debatieron sobre el anuncio publicitario que ha lanzado la Iglesia Católica y Romana para que haya más seminaristas, para fomentar la vocación religiosa de hombres para que lleguen a ser curas (en su sección El Gabinete; título: “La vida del sacerdote”). No sé quién lo criticó más ferozmente, si los ateos o los católicos que participaban en la tertulia. Yo creo que estos últimos. Uno de ellos (¿el único?), el general Monzón, muy católico, se nota que muy convencido, no estaba de acuerdo porque el anuncio se apoyaba, no en la vocación sincera, sino en que se ofrecía como salida laboral. Entiendo su crítica: no iba a lo profundo, intentaba captar en plan “guay”. Curioso, en ese debate yo estaba más próximo a él que al resto. Sin embargo, comentando del aspecto laboral del sacerdote, empezaron a recordar cómo en otra época no tan lejana la Iglesia se constituía en la única salida para muchas familias para que, al menos uno de sus hijos, pudiera tener acceso a la educación. Si te admiten en el Seminario, además de cubrir tus necesidades y salir del estado de miseria en el que nos encontramos, hijo, además vas a recibir educación. Luego, si quieres te quedas de cura y si no, te sales, pero con formación y, por tanto, con posibilidades. Llamaron a eso LABOR SOCIAL de la Iglesia, y lo ponderaron como algo bueno: en un estado de miseria general, la Iglesia daba esa oportunidad. A mí me entristeció, no sólo el comentario y la baja calidad de la reflexión (¿qué hace la Iglesia, y no el Estado, con capacidad para dar esas opciones?), sino sobre todo el parabién de los contertulios y el silencio de la presentadora. La situación que recordaban llevó mis pensamientos a la Edad Media y los Siglos de Oro. Entonces también la religión era la única salida económica y educativa para la mayoría. ¡Qué pena!
Cuando las tropas nacionales (nacional-católicas) se hacían con un pueblo, una de las primeras cosas que hacían era asesinar al maestro. Era explícito el objetivo de exterminar la Escuela Pública que la República había fomentado, con esos aires de libertad que tan poco gustaban al bando nacional (cf.  A. BEEVOR: La Guerra Civil española, Crítica, Barcelona, 2005, p. 136 y la nota 6 del cap. 8, en la p. 742, que reproduzco: “Este colectivo [el de los maestros] fue uno de los más castigados por la represión nacional. Varios cientos de maestros fueron asesinados en las primeras semanas: 20 en Huelva, 33 en Zaragoza, 50 en León… Véase Jesús Crespo, Purga de maestros en la guerra civil, Ámbito, Valladolid, 1987; F. Morente: “La represió sobre el magisteri” en Actes del IV Seminari sobre la República i la guerra civil, pp. 80 y ss.”  ). ¿Y lo que vino después se llama LABOR SOCIAL? Por otro lado, otro contertulio, ateo pero que defendió virtudes de los jesuitas (¿?), que acabó el Gabinete con un comentario irrespetuoso que molestó al general, hizo antes otro que yo sentí lastimoso. Una de las cosas que, según él, merman la vocación sacerdotal, aunque por encima de todo lo hacen los valores de los jóvenes de la sociedad actual, es que también muchos de ellos con inquietud por buscar a Dios se convierten al evangelismo (sic), adventistas, del Séptimo Sello “y la madre que los parió”. Más allá de lo vulgar del final del comentario, lo que a mí me molestó más fue el trasfondo de como si “esto, esto y esto y la madre que lo parió” fuera ilegítimo, extraño, raro, y este pensamiento, de nuevo, nos lleva a la identificación de España con el catolicismo. Si hay personas, y cada vez más, que llegan a una convicción personal que afecta, sobre todo, a sus propias vidas, como él mismo se ha hecho ateo, ¿qué problema tiene? ¿Sobramos, estamos de más? Desde el S. XIX existimos como minoría en este país; estábamos en el S. XVI, naciendo del mismo catolicismo, pero tuvimos que huir de la Inquisición o sufrirla. También hubo erasmistas y variantes a lo largo de la Historia de España, a pesar de presiones insoportables, por los que debo mostrar mis simpatías. Él mostraba las suyas por (¡atención a los polos opuestos!) San Francisco de Asís, por lo que tenía de vocacional y sincero este religioso, y también, en cierto modo, por los jesuitas, que marcaron un tanto su biografía (la compañía de Jesús, recordemos, nacida para combatir el protestantismo y cortadora de alas en general como motor de su existencia). Para acabar diciendo que la falta de interés de los jóvenes católicos españoles por sus propias creencias les iba a hacer un favor, un gran bien: que iban a dejar de ser católicos. Lo que, lógicamente, molestó al general.

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