Traslado aquí un texto propio que me ha salido al paso o, usando uno de mis verbos favoritos de últimamente, "ha emergido", estaba escrito en hojas arrancadas de un cuaderno, dobladas y metidas en otro, completamente en blanco, vacío, y que he tomado para usarlo ahora, muchos años después de su adquisición. No es ficticio, aunque si quisiera podría serlo, bastaría con cambiar nombres reales, porque su lenguaje es bastante literario (y, como siempre, me sorprende, llevándome la impresión de que antes escribía mejor que ahora, o mejor dicho, que antes era otra persona y los escritos de ese otro son leídos por mí desde la otredad). Si lo transcribo aquí es por dignificarlo, por darle cierta entidad. Y tal vez lo haga, tal vez lo transforme en ficticio porque, la verdad, no me resultaría demasiado difícil hacerlo. No es una narración: son pensamientos e impresiones. No tiene nudo, ni planteamiento ni desenlace alguno; su estructura es, como se ve, un tanto inductiva. Lo que fue al escribirse: terapia. Lo que es al publicarse: depuración, liberación, recuerdo conservado, sello. Es un texto de 2018.
HISTORIA DE UN DERROTERO
Una antigua mancha de café embellecía el libro, un defecto fruto de un accidente que lo hacía único: no era ya un ejemplar más, quedó marcada para siempre la página 13 y esta señal asegura qué hacía su dueño cuando pasaba por ella. No impedía su lectura en ese principio de la obra y quedaba bien; se deslizó una vez caída en ella y manchó también un poco los filos de las páginas siguientes cobrando otra dimensión y siendo dos elegantes manchas marrones en una: la de la página 13, la del canto opuesto al lomo del libro.
Esa mancha fue como la de una lágrima para Alfonso, siempre recordará el momento en que sucedió, en ese momento él lloraba, lloraba inevitable y desconsoladamente, como todos aquellos días ácimos, de una profunda tristeza sin atisbo alguno de rencor, ni de indignación, ni de otra cosa que la pura pena. Ese café amargo derramó su lágrima y ahí quedó, en la página 13, puro testimonio de la pura pena, único signo allí capaz de ser descifrado por Alfonso y nadie más. Allí quedaron unos sentimientos difíciles de explicar entonces y ahora, y asoman sus hijas, su Irene de 11, su Clara de 5 años, ignorantes también ese día de lo que se les venía encima; estaba allí Natalia asomando del mismo modo, una sucesión de preciosas Natalias de 13, 14, 15 años atrás hasta ese día; se traslucía asimismo su ser, el anterior a Natalia y el de esos 13, 14, 15 años: el que fue y el que pudo haber sido; y también aparecía en su forma estrellada una mirada al cielo, al mismo tiempo recogida y protegida.
La mancha de la página 13 se asemejaba a una neurona. El axón se prolongaba y se suicidaba por el filo de la hoja, queriéndose lanzar al vacío como el que salta por un acantilado, con clara intención de establecer conexión fuera de allí, con el exterior, para pedir auxilio, pero en lugar de ello terminó de manchar el libro de Alberto Méndez por fuera, revelando a todos algo que pudo haber quedado en secreto. Por su parte, las dendritas hacían sinapsis con las palabras futuro, entremorir, más allá, batalla, implorante y alterado, algo de lo que Alfonso se percata ahora, tras tanto tiempo, ahora que quiere releer la derrota primera, y no entonces, entonces era imposible, sus ojos tenían lágrimas y su boca un café muy prolongado, metáfora de su exilio de aquel momento. Ahora desembocaba de nuevo en aquel derrotero y percibió el detalle.
"¡Es increíble la gente!", pensó, sonriéndose con lástima. Recordó en aquel momento, al instante, la reacción de algunas personas, especialmente las más ajenas y algunas más familiares. Fue, por aquel entonces, revelar la situación desesperada y angustiante ("Natalia me ha dejado, nos divorciamos") e inmediatamente, por afecto o simple simpatía con Alfonso, poner verde a Natalia, como si él no lo contase con todo el dolor de una pérdida, como si ya no la amase o la hubiese amado hasta entonces, como si no la hubiese aceptado como pareja hacía quince años y no se hubiesen dado el uno al otro, compartiendo ilusiones aún candentes, proyectos preciosos que aún continuaban por inercia. Se ponían automáticamente en contra de ella como manera de ponerse a favor de él; un par de ellos hasta la calificaron de fea, ¡es sorprendente! Y eso que él decía que, a pesar de su lejanía actual y de tantas cosas, aun con todo buscaba la reconciliación. Pero daba igual, delante de él venían demasiado rápido con el consuelo de que él era muy válido y había otras mujeres en el mundo, que había que sentir compasión de él y de sus hijas pero en ningún caso de ella (aunque él en ese momento consideraba que ella estaba como enferma, alterada, era otra), que había que lanzarla al foso de los leones (aunque él incluía en su relato sus propios fallos y la parte de razón que le atribuía a ella, aun sin justificar su reacción), que ya se veía venir; alguna profecía autocumplida no dicha pero perfectamente entendida; no merecedora de oraciones (tal vez siendo en ese momento la más necesitada de ellas), y hasta casi podrían haberla llamado fatua, en todo caso se la llegó a considerar no-creyente en lugar de creyente equivocada, menos mal que eso último se cortó pronto.
"Pero también yo mismo", siguió en su pensamiento. Se volvió a arrepentir de su falta de confianza de entonces. Sobre todo, porque muchas de sus palabras podría habérselas ahorrado, por innecesarias o por difamatorias. El torrente sentimental sin control que salió de su boca... También pudo haberse ahorrado mucho pensamiento incesante. Al fin y al cabo, la gente es la gente: opina desde fuera y parece tener buena intención. Pero, ¿y él, que decía que la amaba en todo momento, y aún hoy lo afirma? ¡Qué prueba más dura! Tuvo de bueno un enorme aprendizaje, un empujón hacia la madurez. Pero... ¡demasiadas lágrimas!, la mitad de ellas inútiles e impropias, más fruto de la autoinducción y el melodramatismo interior que de una verdadera pena por su pérdida.
Pérdida... Así se sentía al derramar café en la página 13, viudo. ¡Y la gente...! Si hubiese sido viudo de verdad, la reacción de los demás, el consuelo que le habrían querido proporcionar, habría sido bien distinto. Nadie manda al infierno a un difunto, ni le llama feo. No delante del deudo.
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