Yo, monstruos, de Santiago Expósito Amaro, es una obra poética que contiene tres extensas composiciones de versos incesantes y contundentes. La voz de Santiago se percibe en toda su autenticidad (ya la conozco, ya me suena familiar después de la lectura intensa de Poesía es... ¡apretar los puños!). En la contraportada se dice que mira de frente a tres monstruos a través de tres mitos. Bueno, sí, realmente son tres mitos: un mito "mitológico", el de Asterión, el minotauro en su laberinto; un "mito" moderno, de Hollywood, Marilyn Monroe; y un mito popular de todos los tiempos, el alma, esa alma de cada uno que se salva, o se pierde, o va a un Cielo o a un Infierno (¿lo hace?), tal vez se enfrenta a un Juicio Sumarísimo o se queda dando vueltas por aquí. Y, por supuesto, cada mito es desmitificado por Santiago, no por el mero hecho de hacerlo, sino porque se está enfrentando, es decir, poniendo de frente a cada monstruo que lo representa.
Es fácil, hasta cierto punto, identificarlos con los tres grandes momentos en que solemos dividir el tiempo, pero con muchos matices.
Yo, Asterión, es el pasado, pero un pasado remotísimo, el del mito, la historia oída de siempre alentada por los siglos que la deforman, pero desmitificada y traída al yo.
Yo, Marilyn, sería el presente, un presente amplio, el presente de nuestro mundo y sus historias y sus fraguas; es, además, el monstruo femenino de sonrisa glamourosa por fuera, infierno por dentro (íncubos, súcubos, ...).
Yo, ánima, aliento de vida, representaría entonces el futuro..., pero no el de nuestros tiempos, sino el de tu propio ser, y también el de unas almas ancladas en nuestro mundo que nos miran y nos reconocen como a las verdaderas almas en pena que vagan errantes sin sentido, sin saber cómo, por un túnel cuya luz al fondo no es más que un espejismo, y se desmontan todas las falacias tan elaboradas sobre el más allá.
El ser interior atormentado en el laberinto que es señalado como monstruo por los verdaderos monstruos; el monstruo de la fama malhadada a pesar o a través del reconocimiento social (¿te suena esto?) y el estigma de la feminidad mal entendida, y la monstruosidad del alma en cuerpo que no comprende a los descarnados, que somos todos.
Se caen las máscaras, se ven los monstruos, pero la hipocresía interiorizada, esa, es el más temible de todos: no acaba de destruirte, porque se ríe viendo tu parálisis, cagado de un miedo que no siempre reconoces.
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